Viernes a la noche, sentado en el balcón, ambos pies
descalzos sobre la baranda, y viento norte que pega de frente. El cielo
estrellado, cuaderno apoyado sobre el muslo, lapicera en mi mano izquierda y
tiempo que perder, así estoy en este momento de bohemia, forzando a las
palabras para dar forma a lo que, en otros días, se debatió dentro de un
recóndito lugar en mi cabeza.
Unas ganas conjuntas de tirarme a dormir con la esperanza de
que al despertar todo sea distinto a como es y más parecido a lo que esperaba
que fuera. Y al mismo tiempo, ganas de pegarle una patada en el culo a ese
pesimista que solo quería dormir y salir a buscar esa vuelta de tuerca que
pueda cambiar mi suerte. Ganas de mandar a la mierda y demostrarle a quien
mueva los hilos del destino que no me voy a conformar con poco, que aun sin
piernas voy a seguir caminando que aun sin brazos la voy a seguir remando, y
que no hay bajón que pueda superarse con una sonrisa en los labios y el apoyo
de alguien que quiera vernos bien.
Pasan un par de horas y me digno a levantar el culo de la
silla para dejar de lado la bohemia y juntarme con amigos para compartir risas,
tragos y anécdotas. Y sin siquiera esperarlo, ese dilema planteado
anteriormente ya no estaba, esa pared de incertidumbre había esfumado,
enterrado o lo que fuere, pero ya no estaba ahí tapando el camino que tenía en
frente. Y así de repente, ya no era yo solo con mi mente nublada por un futuro
borroso, sino parte de una pluralidad de bromas e historias en un presente
cálido y bajo una noche estrellada.