No había estrellas
aquella noche. El cielo permanecía oscuro salvo por algún que otro relámpago
que de manera intempestiva y silenciosa se hacía lugar en aquel invisible horizonte
nebuloso. El viento gélido que aullaba en su incesante soplar acariciaba cruelmente
su cuello, tras lo cual Alejandro no pudo más que acelerar un poco más sus
pasos para llegar a ese lugar donde su mente ya se acogía. La calidez de aquel hogar
que lo esperaba al final de ese trayecto que tantas veces había recorrido, no
era diferente a la calidez de otros lugares donde había vivido. Pero si era una
cándida y reconfortante sensación que, a diferencia de otros momentos de su
vida, quería compartir con algún alma que se acoplara recíprocamente a la suya.
El siempre vio a
las demás personas como si fueran lenguajes distintos. Cada uno con sus propias
reglas y expresiones, y diferentes maneras de expresar las mismas cosas. A cada
persona con su propia forma de ver y razonar, y a cada lengua con una
historia como forja para ser lo que es hoy. De la misma manera que un “adiós”
o un “te quiero” puedan decirse de incontables formas a lo largo del mundo,
esas mismas palabras pueden tener innumerables significados según sea la
persona que las diga.
La amistad que con su soledad había pactado lo llevaba a racionalizar cosas que no pueden ser medidas por la frialdad de una mente solitaria. Pero esta
vez Alejandro ya no buscaba esa fría lógica detrás de la cual escondía su
corazón, de quienes potencialmente podrían herirlo. Su defensa había sido
refutada por unos ojos y una sonrisa que lo hicieron sentir nuevamente
vulnerable y, paradójicamente, vivo. Latidos dentro suyo que ya desconocían la
taquicardia que puede producir la eternidad que se esconde en los segundos que
dura un cruce de miradas. Y que hiciera arder en su pecho una llama capaz de
convertir en una hoguera a aquella noche fría, donde sin siquiera imaginarlo,
jamás volvería a sentirse solo.