Una mirada perdida ente una multitud que por alguna especie de magnetismo no podía dejar de ver, y que a medida que se acercaba a él lo cautivaba cada vez más. No fue hasta que estuvo a un par de metros suyo que la nube de individuos que obstruía su visión se disipó, para que aquellos ojos pasaran a ser un rostro, y que en el instante en que estos se cruzaron con los suyos, Alejandro fuera testigo de la sonrisa más hermosa que jamás hubiera visto. Dejándolo hipnotizado durante esos instantes hasta que aquel ser volvió a perderse en la multitud para seguir su rumbo.
No era la primera vez que Alejandro sentía esa inquietud recorriendo todo su cuerpo, pero si la más intensa. Y fue entonces cuando tomó el cuaderno en que había escrito esos mandados, ya enterrados en su olvido, y con lapicera en mano comenzó a trazar lo que el impulso del momento le dictaba. El prometía, sin ningún dejo de engaño, a cada palabra que escribía que algún día llegarían a la destinataria que las concibió en la mente de quien las plasmaba en ese momento en una hoja de papel. Esa promesa era un pacto con un ser paralelo a él, que tomaba ideas de un cajón cerrado con llave en su interior para que las soplara dentro suyo con el viento de la inspiración que buscan los grandes artistas para definir su obra maestra.
El no buscaba la fama o gloria de un reconocimiento por parte de personas ajenas a su existencia, ni alfombras rojas que lo recibieran a donde vaya. Lo único que deseaba era hacerle llegar, a aquel ángel que le regaló su sonrisa, el tributo que desde el fondo de su corazón le escribía. A esa sonrisa que fue capaz de convertir la gris monotonía de su día en una eterna primavera de calidez y consuelo. A esa musa que jamás volvería a ver, pero cuya mirada jamás podría olvidar.