Debe ser así, concluyó él, la forma en que la vida va
poniendo tintas en las páginas de
nuestra historia es como el soplar del viento. Caprichoso y voraz algunas
veces, tanto que ya nos encontramos volando a su merced cuando nos damos
cuenta, envueltos entre ráfagas de decisiones que no nos dejan más que a
nuestro impulso e instinto para guiarnos hacia la salida del laberinto que nos
encierra. Y muchas otras, es imperceptiblemente calmo, como esos feroces
latidos en nuestro pecho que por costumbre de estar vivos ignoramos.
Esa fue la reflexión con la que Alejandro llegó a conciliar
el sueño aquella noche. Luego de un día con logros en sus deberes y una buena
carga de ejercicio físico, le siguió una serie de desencuentros que, desde el
vaso medio lleno, le quitó una gran incertidumbre de sus hombros. Una
relajación perturbante por el giro inesperado que muchas cosas suelen tener
cuando más creemos saber sobre ellas. Y fue la gran necesidad de encontrar
algún hilo de lógica a todo lo que le sucedió en esos pocos minutos lo que
derivó en ese razonamiento que no le dejó más opción que rendirse a la voluntad
de quién trazó los planes para encontrarse ahora en ese estado.
Alejandro siempre priorizó, incluso antes que su propia
opinión, la empatía con los demás para poder comprender como se ven las mismas
cosas a través de los ojos de otra persona. Y eso lo ayudaba a entender, pero
no siempre a aceptar. Y es esto último lo que a él le costaba: aceptar que, sea
por una suerte ya echada de antemano o por el propio riesgo de no ser
correspondido, ya no la volverá a ver.
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