jueves, 12 de noviembre de 2015

Razones sin sentido.

Debe ser así, concluyó él, la forma en que la vida va poniendo tintas en las páginas  de nuestra historia es como el soplar del viento. Caprichoso y voraz algunas veces, tanto que ya nos encontramos volando a su merced cuando nos damos cuenta, envueltos entre ráfagas de decisiones que no nos dejan más que a nuestro impulso e instinto para guiarnos hacia la salida del laberinto que nos encierra. Y muchas otras, es imperceptiblemente calmo, como esos feroces latidos en nuestro pecho que por costumbre de estar vivos ignoramos.

Esa fue la reflexión con la que Alejandro llegó a conciliar el sueño aquella noche. Luego de un día con logros en sus deberes y una buena carga de ejercicio físico, le siguió una serie de desencuentros que, desde el vaso medio lleno, le quitó una gran incertidumbre de sus hombros. Una relajación perturbante por el giro inesperado que muchas cosas suelen tener cuando más creemos saber sobre ellas. Y fue la gran necesidad de encontrar algún hilo de lógica a todo lo que le sucedió en esos pocos minutos lo que derivó en ese razonamiento que no le dejó más opción que rendirse a la voluntad de quién trazó los planes para encontrarse ahora en ese estado.


Alejandro siempre priorizó, incluso antes que su propia opinión, la empatía con los demás para poder comprender como se ven las mismas cosas a través de los ojos de otra persona. Y eso lo ayudaba a entender, pero no siempre a aceptar. Y es esto último lo que a él le costaba: aceptar que, sea por una suerte ya echada de antemano o por el propio riesgo de no ser correspondido, ya no la volverá a ver.

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