lunes, 22 de mayo de 2017

Vientos frios, noches cálidas.

No había estrellas aquella noche. El cielo permanecía oscuro salvo por algún que otro relámpago que de manera intempestiva y silenciosa se hacía lugar en aquel invisible horizonte nebuloso. El viento gélido que aullaba en su incesante soplar acariciaba cruelmente su cuello, tras lo cual Alejandro no pudo más que acelerar un poco más sus pasos para llegar a ese lugar donde su mente ya se acogía. La calidez de aquel hogar que lo esperaba al final de ese trayecto que tantas veces había recorrido, no era diferente a la calidez de otros lugares donde había vivido. Pero si era una cándida y reconfortante sensación que, a diferencia de otros momentos de su vida, quería compartir con algún alma que se acoplara recíprocamente a la suya.

El siempre vio a las demás personas como si fueran lenguajes distintos. Cada uno con sus propias reglas y expresiones, y diferentes maneras de expresar las mismas cosas. A cada persona con su propia forma de ver y razonar, y a cada lengua con una historia como forja para ser lo que es hoy. De la misma manera que un “adiós” o un “te quiero” puedan decirse de incontables formas a lo largo del mundo, esas mismas palabras pueden tener innumerables significados según sea la persona que las diga.


La amistad que con su soledad había pactado lo llevaba a racionalizar cosas que no pueden ser medidas por la frialdad de una mente solitaria. Pero esta vez Alejandro ya no buscaba esa fría lógica detrás de la cual escondía su corazón, de quienes potencialmente podrían herirlo. Su defensa había sido refutada por unos ojos y una sonrisa que lo hicieron sentir nuevamente vulnerable y, paradójicamente, vivo. Latidos dentro suyo que ya desconocían la taquicardia que puede producir la eternidad que se esconde en los segundos que dura un cruce de miradas. Y que hiciera arder en su pecho una llama capaz de convertir en una hoguera a aquella noche fría, donde sin siquiera imaginarlo, jamás volvería a sentirse solo.

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