martes, 7 de junio de 2016

Remembranzas

Entre tantas cosas que he dicho y escuchado en mi vida creo que entre las más comunes están “tiempos dorados”. Siempre encerrando una nostalgia nacida de la comparación entre el tiempo presente y uno (sino varios) pasado, supuesto mejor que el primero. Entonces, de un chispazo de esos que nuestra mente suele darnos cuando se nos detiene el mundo durante unos instantes en que vemos algo más allá de la significancia obvia de esas 2 palabras, pensé que jamás dije ni oí a nadie decir que su “tiempo dorado” es hoy.

Y así, en el absurdo frenesí de razonamientos que una idea tan trivial puede llegar a darnos, intenté llegar a alguna conclusión que me dijera por qué es que esas 2 palabras solo se evocan en referencia al pasado, y la respuesta apareció ante mí como magia en la punta de mis dedos en el preciso momento en que tipeo estas líneas. Porque simplemente no tiene sentido vivir nuestro mejor momento pensando en si será o no el mejor de nuestras vidas, puesto que por el solo hecho de vivirlo y disfrutarlo al máximo nuestro optimismo innato y subconsciente nos dice que quizá haya otro mejor, pero sin detenernos mientras la ola que nos llevó a la cúspide de aquel tiempo nos arrastraba.

Y paradójicamente, me parece hasta irónico que el elemento que inicia en nosotros ese mecanismo de evocar aquel lapso de plenitud sea nada más y nada menos que la melancolía. Esa que, al pararnos a dar un respiro ante alguna adversidad, nos trae algo que nos es imposible traer de vuelta. Pero que, de la misma manera en que necesitamos caer para aprender a levantarnos, o llorar para sanar una herida, la necesitamos para apalancarnos hacia adelante, y poder abrir esa ventana que sin darnos cuenta cerramos. Y arriesgarnos a dejar que sople de nuevo ese viento que, si bien alguna vez pudo traer una tormenta, en otro tiempo supo traer aquella vivencia dorada.

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